Los consultantes de Orientación Vocacional llegan con la ilusión de que su conflicto sea resuelto por otro.
Hola, vengo a hacerme el test. Buen día, ¿acá se hace el test? Qué tal, vengo a hacer el cuestionario. Hola, vengo para saber qué voy a estudiar.
Los consultantes que se acercan al servicio llegan con la ilusión de resolver un conflicto. Mejor dicho, llegan con la ilusión de que su conflicto sea resuelto por otro.
No es algo que suceda sólo con los adolescentes. Todos, en mayor o menor medida, invocamos alguna fuerza que nos excede y le damos la suficiente sabiduría para que solucione nuestras encrucijadas.
El poder que le damos a nuestros padres cuando somos niños, lo transferimos, cuando les quitamos la capa de superhéroe, a cualquier otra entidad. Como dijo Felipe V, El Animoso: A rey muerto, rey puesto.
Desde el Oráculo de Delfos, en la antigua Grecia, pasando por cualquier tipo de religiosidad, hasta el «si sucede, conviene» tan popularizado por Tinelli (como si todos los acontecimientos respondieran a algún orden de sentido que nos excediera), esperamos respuestas que ofrezcan un sentido absoluto no sólo a la existencia del mundo, sino también, a nuestras ínfimas y modestas decisiones.
Si pensamos en los jóvenes en edad de terminar el secundario, la situación se agudiza. En el mejor de los casos, cuando tienen la posibilidad de elegir, la pregunta por «qué te gusta», «qué te interesa» o «qué querés hacer», se vuelve insistente. A simple vista parece una pregunta fácil de responder, pero si lo pensamos bien ¿los educamos para que sepan sobre su deseo?
Durante los primeros dieciocho años de vida aprendemos (si todo marcha más o menos bien, es decir, si hemos tenido allí adultos que han querido lo mejor para nosotros) que lo más importante es atender nuestras responsabilidades, sea ir al colegio, ayudar en casa o lo que sea que nuestros padres nos pidan.
Una vez que esa tarea estaba cumplida, uno podía disponer del tiempo libre a gusto y piacere: un deporte, una actividad artística o jugar en la esquina con los amigos del barrio.
Jamás, hasta terminar el secundario, la pregunta ¿qué te gustaría hacer? o ¿qué te gustaría ser? había sido tan prioritaria. El interés, la motivación y el deseo fue relegado a un segundo plano, al rincón del «tiempo libre», en la categoría de «pasatiempos».
Una de las preguntas habituales en el primer encuentro de orientación vocacional es:
– ¿Qué haces en tu tiempo libre?
– Nada
– ¿Cómo nada? Incluso si te quedaras en un rincón mirando la pared, estarías haciendo algo, ¿no?
– Bueno… sí, claro… no sé… estoy con el celular…
Hoy los jóvenes tienen serias dificultades para identificar una motivación o un valor a cualquier tarea que no sea productiva. Del mismo modo, las miles de decisiones ínfimas e intrascendentes que tomamos cada día, suelen conformar una masa desteñida e indiferenciada muy cercana a la abulia y la confusión.
– ¿Y qué hacés con el celular? ¿Redes sociales? ¿A qué tipo de personas seguís? ¿Mirás videos? ¿Qué tipo de videos, sobre qué temas?
– Sí… no sé. Cualquier cosa miro.
– Si tuvieras que armar tu propio algoritmo, eso que hacen las distintas plataformas al sugerir contenidos de acuerdo a lo que fuiste viendo, ¿cómo sería?
Los jóvenes crecen -en el mejor de los casos, una vez más- encontrando respuestas en los otros. Primero en los adultos y ahora en los tests. El test que me va a decir lo que yo quiero. Pero resulta que «lo que yo quiero» no siempre está allí, peinado y bien vestido esperando que alguien lo saque del ostracismo y lo lleve a pasear por la vereda del sol. Dependerá en gran medida del modus operandi en la toma de decisiones en la vida.
Muchas veces, «Lo que yo quiero» es algo a inventar, a diseñar y a construir. Un camino a explorar en el que el especialista acompaña siendo bastón, linterna o brújula.
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