Puntos Clave
- El tiempo de la elección no coincide con el tiempo del sujeto
El mundo exige definiciones vocacionales cuando el deseo aún no se ha formulado. Se espera que el adolescente elija como si ya supiera quién es, cuando justamente esa identidad está en construcción. - Elegir implica actuar antes de entender
Como en la paradoja del viaje en el tiempo, se le pide al joven que decida su futuro antes de haber vivido las experiencias que podrían darle claridad. La elección no parte del saber: lo inaugura. - El acto produce sentido retroactivamente
La decisión vocacional no cierra un proceso, lo abre. Muchas veces, el sujeto comprende más sobre sí mismo después de haber elegido, porque la elección lo posiciona, lo obliga a separarse y a revisarse. - La orientación vocacional acompaña la paradoja, no la resuelve
No busca certezas ni carreras ideales. Sostiene el desfasaje entre el tiempo social y el tiempo psíquico, y ofrece un espacio donde el deseo, aún confuso, pueda empezar a tomar forma.
Hay decisiones que llegan en el peor momento y, sin embargo, hay que tomarlas.
Elegir una carrera es una decisión que se espera justo cuando la identidad todavía está en construcción, cuando el deseo aún no se nombra, cuando la madurez no llegó.
Es una escena conocida por cualquiera que trabaje con adolescentes, pero rara vez se la nombra como lo que es: una paradoja temporal.
Lidia Ferrari lo plantea con precisión: “el tiempo de la decisión vocacional no coincide con el tiempo del sujeto” (1). El mundo exige definiciones cuando el deseo apenas balbucea.
La escuela termina, el calendario apura, la familia pregunta. Y el adolescente —que aún no sabe quién es— debe responder con una elección que parece definitiva.
Se trata de una paradoja similar a la que plantea la física en los viajes en el tiempo. En física, se habla de paradoja del viaje en el tiempo cuando se altera la lógica de causa y efecto. Alguien viaja al pasado, por ejemplo, y modifica un evento que, en teoría, era necesario para que su viaje ocurriera. Se rompe la secuencia lineal.
En Volver al Futuro, Marty viaja en el tiempo y corre el riesgo de alterar el pasado de sus padres. Y si eso pasa, él mismo podría dejar de existir. El problema no es solo temporal: es lógico. ¿Cómo puede alguien tomar decisiones sobre el futuro… si todavía no vivió lo necesario para entender quién es?
Algo parecido le pasa al adolescente que tiene que decidir su futuro profesional.
Se le pide que elija como si ya supiera, que actúe con madurez antes de haberla construido. Como si pudiera viajar hacia su “yo adulto” para preguntarle qué quiere ser… y luego volver con la respuesta. Se espera que actúe como quien ya se separó, ya maduró… Cuando, justamente, esa maduración se construye en él después. Después del despegue, después de irse, después de equivocarse.
La orientación vocacional, entonces, no puede pretender eliminar esa paradoja.
Tampoco puede negar que existe un reloj externo: fechas de inscripción, calendarios universitarios, becas que se vencen. Pero su tarea no es correr detrás de ese reloj,
tampoco es suspenderlo. Es crear un espacio donde se pueda pensar lo que está en juego, incluso sabiendo que toda decisión llega un poco antes de tiempo.
Porque la decisión vocacional no se toma desde un saber completo. Se toma en el punto en que no se puede saber más. Cuando el cálculo ya no alcanza, cuando el deseo no da respuestas claras.
“Una decisión se toma cuando ya no se puede elegir razonadamente. Cuando se llegó al límite del análisis, y lo único que queda es el acto” dice Ferrari.
El adolescente, en el mejor de los casos, analiza para saber. Pero hay un punto en que el análisis se agota. No porque esté mal pensar, sino porque el deseo no siempre se revela en la reflexión. A veces, solo se clarifica después del acto. Después de haber elegido, de haber salido, de haberse puesto en juego. “Actúo, luego deseo”, podríamos decir en términos cartesianos.
Y ese acto, en lugar de ser el cierre de un proceso perfecto, es apenas el comienzo. Una elección no valida un saber, sino que lo produce, lo provoca.
Muchas veces, el joven sabe más después de haber elegido porque lo que eligió lo obliga a posicionarse, a separarse, a revisar. La experiencia vivida le devuelve una imagen más nítida de sí mismo que cualquier deliberación previa.
La orientación vocacional no puede garantizar certezas ni prometer el hallazgo de una carrera ideal. Tampoco puede evitar que la decisión duela, o que más adelante sea puesta en cuestión.
Pero puede hacer algo esencial: sostener la paradoja sin anularla. Acompañar el proceso sin apurar ni detener. Escuchar lo que aparece, incluso cuando es confuso, fragmentario, lleno de dudas. Puede, también, advertir cuándo la espera se vuelve coartada.
Cuando el “todavía no encontré lo que me gusta” es la forma elegante de no confrontar la falta o de sostener la ilusión de que, si se espera lo suficiente, el deseo llegará claro, nítido, perfecto.
Pero el deseo no se presenta así, sino que se inventa en la marcha.
Una decisión vale por lo que inaugura y no porque sea definitiva. La decisión produce la experiencia, un antes y un después, una transformación.
Por eso, en orientación vocacional, el momento no es ideal, siempre llega antes.
Pero si se logra darle un lugar a ese desfasaje, esa inadecuación entre el tiempo del Otro y el tiempo del sujeto, algo puede construirse. Y en ese “algo”, el joven puede empezar a inventar un camino que no será perfecto ni lineal, pero sí propio.