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Por qué el psicoanálisis no compite con la IA

Muchos me preguntan si no tengo miedo de que la inteligencia artificial reemplace mi trabajo como psicoanalista. Y no es una pregunta ingenua. Cada vez más personas acuden a inteligencias artificiales como Chat GPT para hablar de sí mismas. Lo hacen con naturalidad, sin culpa. Cuentan sus angustias, sus dilemas, sus vínculos. Y muchas veces -casi siempre-, reciben a cambio respuestas cuidadosas, inteligentes, bien escritas. Respuestas que incluso los alivian. Y eso no está mal.

Puntos Clave

  • La IA escucha pero no se implica
    Puede ofrecer respuestas bien armadas, incluso alivio, pero no se deja afectar. La inteligencia artificial simula comprensión sin estar ahí de verdad. No se conmueve, no duda, no espera. Y si alguien necesita hablarle a una máquina, tal vez lo que está fallando es la escucha humana.
  • El analista no interpreta, hospeda
    El psicoanálisis no viene a ordenar el malestar ni a calmarlo rápido. Sostiene el enigma. No responde, no clasifica, no dirige. Acompaña sin certeza, alojando el caos con una presencia que no interrumpe el surgimiento de algo nuevo.
  • Elegir psicoanálisis es resistir la lógica de la inmediatez
    En un mundo que premia lo rápido, lo claro y lo útil, el análisis propone lo contrario: un tiempo propio, sin apuro, sin algoritmos. No para encontrar una identidad, sino para darle lugar a una historia que no encaje del todo, pero que sea propia.

Lo digo sin ironía. Que alguien reciba palabras que le hacen bien, incluso de una máquina, habla más del desamparo del mundo que de la amenaza tecnológica.

Si alguien necesita contarle a una máquina lo que siente, lo que le pasa, lo que lo desborda, es porque —en algún punto— la escucha humana ya falló. No estamos ante una amenaza tecnológica, sino ante un síntoma cultural.

 Y la IA, como todo síntoma, no aparece para hacernos daño: aparece porque algo está faltando.

Entonces, ¿qué sentido tiene seguir eligiendo el psicoanálisis?

¿Por qué atravesar la incomodidad de hablar con otro humano —con sus pausas, sus silencios, su no saber— cuando se puede conversar con una máquina que responde rápido, bien y sin exponerte a la mirada del otro?

Chat GPT —como otras IA conversacionales— puede simular empatía, usar palabras suaves, hacer devoluciones matizadas, organizar ideas con una lógica impecable. Puede solucionar todo lo que -aparentemente- queremos.

Pero hay algunas funciones humanas que no puede hacer. No puede callarse justo cuando hace falta.

No puede sostener ese momento incómodo en el que el otro espera una respuesta y el analista no responde, no por descuido, sino porque ese silencio es parte del decir.

Tampoco puede equivocarse con sentido. Una IA no tropieza, no duda, no se deja afectar. Se pierde la posibilidad que brinda el análisis donde un lapsus, un acto fallido, un desvío inesperado, abra una verdad que no estaba prevista.

El analista escucha sin buscar encajar lo que oye en una categoría. Acompaña sin indicar un camino. Se ubica no como quien tiene una respuesta, sino como quien sostiene la pregunta hasta que el sujeto invente la suya.

El analista no viene a ordenar el caos del otro, sino a alojarlo, a escuchar sin saber del todo, a no interponerse con certezas que cierren lo que aún está por decirse.

El analista se deja atravesar por una historia que no es la suya, pero que —por un rato— habita con respeto, con presencia silenciosa, con palabras que no tapan, sino que abren. Y en ese espacio, que no empuja ni exige, el otro —el sujeto— puede empezar a inventarse.

No como quien elige entre opciones, sino como quien encuentra una forma propia de decirse, de desear, de vivir con lo que hay.

Ahora bien. Seamos honestos. Tal vez muchas personas ya no quieran eso.

Tal vez no tengan tiempo, ganas, dinero, palabras. Tal vez la promesa de una IA que responde rápido y bien les resulte más atractiva que un proceso largo, incierto, exigente.

¿Quién no quiere sentirse entendido al instante? ¿Quién no desea escuchar una frase que calme, que ordene, que dé sentido?

Quizás en un futuro cercano el psicoanálisis pase a ser una práctica para unos pocos. Tal vez, con el tiempo, sea tan marginal como la filosofía griega o la alfarería.

Pero eso no la vuelve menos valiosa. Porque el psicoanálisis no compite con la IA.

Ofrece otra cosa.

Un espacio donde no haya que decir lo correcto, ni saber lo que se quiere. Un espacio donde una persona —no un sistema— escuche sin esperar eficiencia, sin acelerar el proceso, sin diagnosticar de antemano. Un lugar donde no se viene a ser entendido, sino a entender(se), con tiempo, con tropiezos, con deseo.

Y eso —aunque no sea viral, ni rentable, ni programable— todavía hay quienes lo eligen. No por tradición ni por esnobismo. Sino porque sienten que ahí, en ese espacio extraño,  algo se mueve.

En un mundo que todo el tiempo corre a explicar, simplificar y solucionar, elegir una pregunta verdadera puede ser un acto profundamente subversivo.

O profundamente humano.

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