Cuando hablamos, usamos palabras para tratar de darle sentido a nuestra experiencia, a lo que sentimos o pensamos. Pero el problema es que ese «sentido» que creemos tener no siempre nos muestra toda la verdad. A veces, las palabras que usamos para explicar nuestros problemas no hacen más que tapar lo que realmente nos pasa. Es como si el lenguaje fuera una capa que cubre algo más profundo, algo que está ahí, pero que no podemos ver tan fácilmente.
- El síntoma como señal de algo más profundo: el psicoanálisis no busca eliminar el síntoma, sino valerse de él.
- La función del lenguaje en el tratamiento: el analista usa el lenguaje no para dar respuestas cerradas, sino para abrir nuevas interpretaciones, desarmando las explicaciones rígidas que el paciente se ha construido sobre sí mismo.
- La aceptación de la falta como parte de la vida: el psicoanálisis ayuda al paciente a reconocer que la sensación de falta es parte de la vida, y que tratar de eliminarla genera más angustia; en cambio, aprender a convivir con ella permite un nuevo modo de desear y vivir.
Freud decía que hay tres profesiones imposibles: educar, gobernar y psicoanalizar. ¿Por qué imposibles? Porque no importa cuánto esfuerzo pongamos, nunca podemos controlar o dirigir completamente el resultado. Un docente trata de enseñar algo incluso sabiendo que sus alumnos nunca van a comprenderlo exactamente como él lo piensa. Algo siempre se pierde en la transmisión, algo queda fuera de su control.
Lo mismo pasa con el psicoanalista: no puede prometer que su paciente va a «curarse» de sus problemas, porque lo que está en juego es mucho más complejo que un simple malestar que se puede eliminar.
Entonces, ¿qué hace el psicoanalista? Lo que no hace, y esto es importante aclararlo, es «arreglar» al paciente. No se trata de quitar el síntoma (1), como quien repara una máquina rota. De hecho, si alguien llega con un problema de ansiedad, tristeza o angustia, el psicoanalista no va a intentar borrar esa sensación como si fuera una mancha en la ropa. El objetivo no es eliminar el síntoma de manera directa, sino valerse de él.
El síntoma, en psicoanálisis, no es el problema en sí mismo. Es, como si fuera una señal, una especie de aviso de que hay algo más profundo que necesita ser descubierto. Y cuando la maquinaria del lenguaje empiece a producir, entonces es probable que el síntoma caiga por añadidura, como fruta madura.
Cuando hablamos, usamos palabras para tratar de darle sentido a nuestra experiencia, a lo que sentimos o pensamos. Pero el problema es que ese «sentido» que creemos tener no siempre nos muestra toda la verdad. A veces, las palabras que usamos para explicar nuestros problemas no hacen más que tapar lo que realmente nos pasa. Es como si el lenguaje fuera una capa que cubre algo más profundo, algo que está ahí, pero que no podemos ver tan fácilmente.
Es por eso que la función del psicoanalista no es la de decirnos lo que «realmente» significa lo que sentimos, sino la de tratar de romper ese sentido. No se trata de descifrar un mensaje oculto, como quien encuentra una clave secreta, sino de mostrar que nuestras explicaciones, por muy lógicas que parezcan, en realidad es un intento de tapar algo más complejo. Algunos autores piensan la intervención del psicoanalista como una intervención poética, (2) y eso puede sonar extraño, pero es una metáfora potente.
En un poema no siempre entendemos lo que quiere decir en primera instancia, pero provoca algo en nosotros, algo que va más allá de las palabras.
La intervención del psicoanalista funciona de manera similar. No busca darnos respuestas claras, sino más bien abrirnos a la posibilidad de ver lo que el lenguaje común no nos deja ver.
Todos, de alguna manera, sentimos que nos falta algo. Es una sensación que a veces no podemos explicar del todo, pero está ahí, como un vacío que tratamos de llenar con diferentes cosas: con logros, con relaciones, con trabajos. Pero ese vacío, esa falta, nunca se llena por completo. Y lo que hace el psicoanalista es ayudarnos a convivir con esa falta, a entender que no es algo que deba desaparecer, sino algo que, de hecho, nos impulsa a seguir viviendo.
Lo que realmente nos angustia no es la falta en sí, sino el intento desesperado por taparla. La ansiedad funciona en esa dirección. En esa sensación constante de lograr más y más cosas, de anticiparse a escenarios futuros, de buscar de manera compulsiva otros nuevos; la persona no está angustiada porque le falta algo, sino que la angustia, más bien, está en función del intento desesperado e irrefrenable de tapar ese vacío con logros, con éxitos, pensando que en algún momento va a sentirse completo. Pero ese vacío es constitutivo, es decir, es parte de la vida, e intentar eliminarlo es lo que genera aún más angustia.
Cuando alguien llega a terapia con un síntoma (puede ser ansiedad, miedo, tristeza, lo que sea), el trabajo del analista no es hacer que ese síntoma desaparezca de manera mágica. En lugar de eso, lo que el psicoanalista busca es ayudar a la persona a reconocer ese vacío, esa falta, y a entender que el síntoma es solo un signo de que hay algo que está siendo tapado.
Lo interesante aquí es que el síntoma no es simplemente algo negativo; es, de hecho, una manera de lidiar con ese vacío que todos sentimos.
El problema surge cuando ese síntoma nos ahoga, nos impide vivir con cierta libertad. Entonces, ¿cómo trabaja el analista? A través de la palabra. Pero no cualquier palabra, no se trata solo de hablar por hablar. El analista escucha atentamente las palabras de su paciente y busca intervenir en el momento justo, usando las propias palabras del paciente, pero de una manera que pueda desarmar esos significados rígidos que la persona se ha construido sobre sí misma.
Es como si el analista tomara el mismo material del que están hechos los pensamientos del paciente, pero lo reorganizara de tal manera que algo nuevo pudiera aparecer.
El analista busca, a través de su intervención, que la persona pierda ese exceso de explicaciones, de razones que intentan cubrir el vacío. Porque lo que nos angustia no es la falta, sino esa acumulación de respuestas, de «soluciones» que, en el fondo, no hacen más que empeorar las cosas. Y al perder ese exceso, lo que queda es la posibilidad de que algo nuevo surja: un nuevo modo de desear, un nuevo modo de vivir.
Referencias