Puntos Clave
- El exceso de opciones identitarias puede volverse una nueva forma de norma.
La diversidad de géneros y etiquetas, lejos de liberar siempre, a veces impone una urgencia por definirse rápidamente. - El algoritmo reemplaza la pregunta por una clasificación anticipada.
La lógica de los sistemas digitales no deja espacio para la vacilación subjetiva: predicen antes de que el deseo se formule. - Muchos adolescentes sienten angustia, no por rechazo, sino por no saber quiénes son.
- La presión de definirse de inmediato convierte la duda en síntoma, y el proceso de búsqueda en una falla.
- El psicoanálisis propone un tiempo distinto para el deseo.
En lugar de imponer respuestas, ofrece un espacio para que el sujeto pueda inventar su nombre propio, a su ritmo.
Una etiqueta disponible. Un casillero donde ubicarte. Un algoritmo que ya cruzó tus búsquedas, tus consumos, tus gestos.
Allí aparece el riesgo de que la identidad deje de ser una invención para volverse una inscripción. Algo que se carga, como un archivo.
Christiane Alberti (1) advierte que el problema no es que haya muchas identidades posibles —todo lo contrario—, sino que esa multiplicación se transforma en una norma silenciosa: una que ya no obliga, pero te ordena igual.
Hoy no se prohíbe, se segmenta. No se censura, se predice. No se te dice qué ser, pero todo a tu alrededor ya está armado para que seas eso.
La lógica algorítmica no reprime: captura. No interroga: clasifica. No interpreta: infiere.
Y en ese nuevo régimen, el sujeto ya no busca saber quién es. Lo sabe. O al menos cree saberlo, porque el sistema se lo devuelve —rápido, claro, visible— como un reflejo que no admite grietas.
Vivimos en una época en la que la identidad parece haber ganado visibilidad. En especial, la identidad de género. Hoy es posible nombrarse de formas que hace apenas unas décadas ni existían en el lenguaje común. Hay casillas nuevas, banderas nuevas, pronombres nuevos. Y eso, en muchos sentidos, es una conquista. Una apertura.
Pero el problema, advierte Christiane Alberti, no es la diversidad. El problema es cuando esa diversidad se vuelve exigencia. Cuando el derecho a decir quién sos se transforma en la obligación de saberlo de inmediato. Cuando el deseo de habitar un nombre se convierte en el deber de hacerlo encajar en un sistema de clasificación.
Hay adolescentes que llegan a consulta angustiados no porque se sientan rechazados, sino porque no logran definirse del todo. Porque no saben si son esto, lo otro, o un intermedio.
Y sienten que esa vacilación —esa incertidumbre que en otra época hubiese sido parte del crecimiento— hoy es vista como un síntoma. Un error. Una falla.
Y aquí es donde podemos leer algo más: no es solo angustia ante la identidad, sino angustia ante la falta de un significante que ordene.
En términos lacanianos, podría decirse que asistimos a una crisis del Nombre-del-Padre. Ese significante que, en la estructura clásica, venía a marcar una ley, una diferencia, un límite.
En otras épocas, crecer venía con ciertas referencias más o menos claras. Había cosas que se daban por hechas: cómo era una familia, qué se esperaba de vos, qué estaba bien y qué no. Eso no siempre era justo, ni cómodo, ni bueno. Pero daba cierta estructura. Cierta idea de orden, aunque fuera rígido.
Había, de algún modo, una palabra que ponía un límite, que organizaba un poco el caos. Eso, en psicoanálisis, se llamó durante mucho tiempo “el Nombre-del-Padre”.
Y no se trata de un padre real, ni de una figura de poder. Se trata de una función simbólica: algo que le da al sujeto una brújula, un lugar desde el cual hablar, desear, construir una historia propia.
Ese “nombre” servía para separar —aunque fuera un poco— el deseo del niño del deseo de los demás. Para que no todo fuera confusión, fusión, dependencia.
Hoy, ese punto de anclaje parece desdibujado. No porque ya no haya reglas, sino porque hay demasiadas, todas juntas, todas cambiando todo el tiempo.
Hoy, el Significante del nombre del Padre, ya no opera como antes. No desaparece, pero se dispersa, se diluye entre múltiples opciones que el sujeto no inventa, sino que recibe como menú. Una lista de nombres disponibles para identificarse, sin que necesariamente se toquen con su deseo.
Y en esa lógica, lo singular se vuelve algoritmo.
La identidad se presenta como un producto listo para consumir.
Y el deseo —ese que lleva tiempo, que no sabe del todo lo que quiere, que tantea, que duda— queda reducido a una opción, entre otras.
El algoritmo no espera, clasifica. Y una vez que lo hace, te muestra todo lo que “te representa”. Y eso también angustia.
Porque en esa estructura, el sujeto no encuentra su nombre, sino que debe elegir uno ya hecho, uno que no siempre alcanza para alojar su modo de gozar, su modo de desear, su historia.
Lacan, en su última enseñanza, dejó atrás la idea de un solo Nombre-del-Padre, para hablar de “nombres del padre”, en plural. Ya no hay un significante único que organice la vida, pero cada sujeto puede inventar el suyo, a partir del síntoma.
Y eso es lo que el psicoanálisis puede ofrecer:
No una identidad, sino el tiempo y el espacio para que el sujeto cree un nombre que sea verdaderamente suyo. No uno que venga del Otro, ni del mercado, ni de la corrección política. Si no uno que se invente como forma singular de habitar el malestar.
El psicoanálisis viene a recordarnos que antes de cualquier nombre, hay un sujeto que desea. Y ese deseo no responde a categorías. Responde a lo que aún no tiene forma. Pero pide ser dicho.